LA PROMESA. RELATO. AMOR EN TARAZONA DE LA MANCHA
Tarazona de la Mancha es un pueblo de Albacete con mucha historia y una plaza maravillosa.
El año pasado tuve el privilegio de colaborar con un relato para la publicación que hacen para las fiestas de agosto, porque en carnaval también montan fiesta a lo grande. Tarazona es famosa por sus carnavales, así que en mi relato, he puesto de todo un poco. Aquí lo dejo y si os apetece invertir unos minutos en él, espero que os guste.
La promesa
¿Por qué? Todo el mundo estaba allí. Todo el mundo menos él.
Paseó la mirada por la plaza abarrotada en la que bailaban y se
divertían casi todos los habitantes del pueblo. Todos parecían tener ganas de
juerga.
A Paula se le habían esfumado.
¿Cómo podía haber creído en sus palabras?
Ahí, en su ausencia, se mostraban claros sus sentimientos, o más
bien la ausencia de ellos. Muy cerca, sus amigos conversaban y reían mientras
sus ojos se volvían cada vez más tristes tras la máscara.
Habían jurado encontrarse todos los años sin importar dónde o qué
estuvieran haciendo. En carnaval tenían una cita. Para ella no era suficiente,
para él, por lo visto, era demasiado.
Faltaba muy poco para la media noche. En unos minutos, el reloj del campanario
daría las doce. Después, podría recoger
su decepción y volver a casa.
Daniel miró el reloj y aceleró. Si
no llegaba antes de diez minutos, la perdería.
¿En qué lío se había metido? Todo
comenzó con una promesa en la adolescencia, cuando llegó la hora de separarse.
Él se iba a estudiar a Granada, Paula a Madrid. Entonces fue cuando decidieron
que todos los años, en carnaval, se reunirían en la plaza. En el corazón del
pueblo. Ese corazón que, aunque después no lo reconocieran, había viajado con
el otro a un lugar lejano.
El amor podía ser muy caprichoso y
con ellos había jugado, moviéndolos de acá para allá, impidiéndoles estar
juntos. Esa noche marcaría un punto de inflexión en su relación porque ella le
había dado un ultimátum. Si no aparecía antes de las doce, no esperaría. Cada
uno seguiría su camino. Y él, había aceptado como un ingenuo romántico. No
había calibrado todas las cosas que podrían obstaculizar su llegada a tiempo.
Hacía frío, sin embargo, con ese mero pensamiento, empezó a sudar. De manera automática,
su pie presionó un poco más el acelerador.
Las campanadas del reloj llegaron a
sus oídos con un sonido de dolorosa advertencia.
Una, dos, tres…
Nada, se dijo desilusionada.
Debería haberlo previsto. Estaba tan segura de que él acudiría…
Siete, ocho…
Cabizbaja se dirigió al arco de una
de las salidas de la plaza.
Nueve, diez…
Ni siquiera se despidió. No tenía
ánimo para sonreír ni enfrentarse a nadie. Se iría en silencio a lamerse sola
las heridas. Al día siguiente pensaría y tomaría decisiones. Esa noche era solo
para sentir.
‒¡Paula!
Daniel gritó a la figura
enmascarada que se alejaba. No importaba que fuera disfrazada. La habría
reconocido en cualquier sitio.
‒¡Paula! ¡Espera!
Ella siguió su camino. Había
demasiado ruido para que lo oyera.
Podría dejarla ir. Podrían hablar
al día siguiente, pero no. Era importante llegar en el plazo fijado.
Once, doce.
‒¡Paula!
La espalda de la mujer se enderezó
como si un dardo la hubiera alcanzado en el centro.
Se detuvo y giró.
Era probable que solo fuera su
imaginación. ¿Había oído su voz?
La última campanada aún
reverberaba. El gentío gritaba, reía, cantaba y bailaba, pero todo se detuvo a
su alrededor, como en esas películas en las que las imágenes se congelaban.
Había ido. Había cumplido su
promesa. La amaba.
Poco a poco, despacio, sin mostrar
la premura que la impulsaba a correr hacia él, dio un paso, después otro y
otro.
Daniel no poseía la misma
paciencia. En dos zancadas llegó a su lado y la abrazó como si acabara de
encontrar un preciado tesoro.
Se terminaron las dudas. Se terminó
la distancia.
La magia de los carnavales de su
pueblo los había reunido para siempre.